PERU: UN PAÍS, DOS ESTADOS
PERU: UN
PAÍS, DOS ESTADOS
Los dos
países que caben en el Perú
En el Perú conviven dos países que rara vez se miran a los ojos. No son
Costa y Sierra, ni Lima y las regiones, aunque esas fracturas existen. Son, más
bien, dos maneras profundamente distintas de estar en el mundo
En el Perú conviven dos países que rara vez se
miran a los ojos. No son Costa y Sierra, ni Lima y las regiones, aunque esas
fracturas existen. Son, más bien, dos maneras profundamente distintas de estar
en el mundo: una, que deposita su confianza en el Estado y en la legalidad; la
otra, que se sostiene mediante la apropiación directa y la resolución inmediata
de los conflictos. Dos racionalidades que se cruzan todos los días sin llegar a
reconocerse como partes de un mismo proyecto nacional.
Para uno de esos países —el minoritario— la
ley es un marco de acción. Allí el Estado existe: hay contratos laborales,
licencias, recibos por honorarios, jueces que resuelven, oficinas que registran
propiedades, instituciones que median. Apenas algo más del 30% de la población
vive bajo este paraguas, pero desde las zonas urbanas formales parece como si
fuera el único Perú real.
El otro país es más amplio y variado. Es el
Perú de la informalidad, aunque esa palabra es demasiado pequeña para
contenerlo. Es el Perú que funciona sin intermediación estatal, donde la
supervivencia y la acumulación se realizan a través de la ocupación directa de
recursos: oro, madera, tierras, coca, pesca, rutas de transporte, espacios
urbanos. Aquí, las reglas no las dicta la ley sino la necesidad, la fuerza o
los acuerdos locales. Y, sin embargo, este mundo es mucho más que precariedad:
es también un terreno donde se ha reproducido —y ampliado— la estratificación
social.
Porque en ese Perú informal también se han
construido fortunas, poder territorial, lealtades políticas y estructuras de
autoridad que rivalizan con el Estado. Los actores económicamente poderosos del
mundo informal —gremios de transporte, grandes intermediarios del comercio,
redes de acopiadores, líderes de la minería ilegal y/o del cultivo de coca, operadores
regionales— tienen un peso decisivo en la vida social y política del interior
del país. Muchos han logrado influir o incluso controlar gobiernos
departamentales. No son marginales: son élites alternativas, surgidas de un
sistema económico que no pasa por notarías ni juzgados.
Y es en
este escenario donde debe entenderse también un hecho político crucial: el
triunfo de Pedro Castillo en 2021. Su llegada a la presidencia no fue un
accidente ni un desvarío electoral; fue, más bien, la expresión política del
surgimiento de una nueva clase social que reclama un lugar en el poder. Una
clase nacida del Perú informal, con identidad propia, con memoria de exclusión
y con ambiciones que ya no caben dentro del marco estrecho que ofrece el país
formal
El país de las reglas: cuando el Estado existe
El Perú formal vive bajo la convicción —no siempre comprobada, pero
mantenida como ideal— de que las instituciones pueden ordenar la vida social
El Perú formal vive bajo la convicción —no
siempre comprobada, pero mantenida como ideal— de que las instituciones pueden
ordenar la vida social. Sus habitantes negocian con formularios, contratos,
regulaciones, licencias. Valoran la estabilidad que produce la burocracia,
aunque la critiquen. Imaginan un futuro relativamente previsible: salarios,
pensiones, propiedad registrada, seguridad jurídica.
En este país, la ciudadanía se ejerce a través
de canales institucionales. Si hay un conflicto, se busca un juez. Si hay una
disputa por un recurso, se revisa el marco normativo. Si se requiere
protección, se acude al Estado. No es un país libre de tensiones, pero en él la
violencia aparece como un fracaso del sistema, no como un mecanismo legitimado
para resolver problemas.
El país de
la apropiación: cuando el Estado no alcanza
Aquí, la vida se sostiene sobre la ocupación directa. La economía se
organiza por fuera de la supervisión estatal
Más allá de ese perímetro institucional se
despliega un territorio donde la ley es un ruido lejano. Las reglas existen,
pero son otras: acuerdos comunitarios, jerarquías locales, liderazgos
informales, códigos tácitos, poderes de facto.
Aquí, la
vida se sostiene sobre la ocupación directa. La economía se organiza por fuera
de la supervisión estatal. Se extrae madera en zonas prohibidas, se
pesca donde la veda lo impide, se explota oro donde no hay permisos, se ocupan
tierras donde la propiedad formal es un lujo inalcanzable, se siembra y procesa
coca.
Pero este mundo no es solo el terreno de los
pobres. Es también el escenario donde emergen nuevas élites. La informalidad no
ha impedido —sino facilitado— la concentración de poder económico. La falta de
regulación permite que ciertas actividades generen ingresos inmensos en manos
de pocos. Campamentos mineros, redes de tala ilegal, grandes transportistas
informales, acopiadores de productos agrícolas, intermediarios comerciales… El
Perú informal ha producido sus propios “ricos”, sus propios caudillos, sus propios
operadores políticos.
El poder regional que han adquirido no se basa
en partidos ni en instituciones, sino en influencia económica, control
territorial, redes de lealtad y capacidad para mediar —o imponer— soluciones
allí donde el Estado es un actor periférico o impotente.
Dos racionalidades que chocan
Si uno mira de cerca, la fractura entre ambos países no es solo
económica: es conceptual. Se trata de dos ideas incompatibles de orden.
Si uno mira de cerca, la fractura entre ambos
países no es solo económica: es conceptual. Se trata de dos ideas incompatibles
de orden.
En el Perú formal, el Estado es el árbitro:
regula, autoriza, sanciona. El conflicto debe resolverse en tribunales. La
violencia es ilegítima.
En el Perú informal, el Estado es un actor
débil, esporádico o irrelevante. La resolución de los conflictos es directa, y
a veces violenta. La legitimidad no proviene de la ley, sino de la eficacia:
del que puede hacer cumplir lo acordado en el terreno.
La estratificación dentro del mundo informal
reproduce esta lógica: quien acumula recursos se convierte en autoridad. Y esa
autoridad se traduce en capital político. En varias regiones, los grandes
operadores de la economía informal tienen más poder real que cualquier
gobernador regional. No es extraño que financien campañas, organicen protestas,
definan alianzas y ejerzan influencia
La aparición de una nueva clase social
Castillo fue la primera irrupción nacional de un actor social largamente
invisibilizado: la clase emergente del Perú informal y rural, que ya no se
reconoce representada por las élites del país formal
Aquí se
enmarca el fenómeno político que sorprendió a muchos: la victoria de Pedro
Castillo. No fue solo un rechazo al establishment limeño. Fue, sobre todo, la
primera irrupción nacional de un actor social largamente invisibilizado: la
clase emergente del Perú informal y rural, que ya no se reconoce representada
por las élites del país formal.
Castillo canalizó la energía acumulada de
múltiples sectores:
- maestros rurales precarizados,
- pequeños agricultores,
- comerciantes informales,
- transportistas,
- mineros artesanales,
- poblaciones que viven bajo normas locales, no estatales,
- y también parte de esa nueva élite regional que, sin ser formal,
posee poder económico y político real.
Su triunfo fue la señal inequívoca de que el
Perú informal ya no es solo un espacio económico alternativo: es un campo de
poder en expansión, con proyecto propio, con identidad política emergente, con
conciencia de su número y su fuerza.
La disputa por el Estado ya no es solo entre
partidos, sino entre modelos de orden social. Tratar de encontrar soluciones
administrativas o policíales, es una ridiculez.
La pregunta
central: ¿quién gobierna el Perú?
El Perú es un país donde la mayoría que produce no es la mayoría que
gobierna, y la minoría que gobierna no es la que sostiene la vida cotidiana del
país.
Ese desajuste es la raíz del conflicto político permanente
La disputa entre el Perú formal y el Perú
informal ya no es solo económica o cultural: es una batalla por el Estado.
Una lucha por definir:
- qué es legal,
- quién decide sobre los territorios,
- quién distribuye los recursos,
- quién representa al país,
- y qué proyecto nacional debe prevalecer.
Y es una lucha abierta, no resuelta, que
atraviesa cada crisis política, cada gobierno débil, cada protesta, cada
elección regional y cada intento de reforma.
El Perú es
un país donde la mayoría que produce no es la mayoría que gobierna, y la
minoría que gobierna no es la que sostiene la vida cotidiana del país.
Ese desajuste es la raíz del conflicto político permanente.
Conclusión: un país en disputa
El Perú no está dividido: está en disputa. Esa disputa, por primera vez
en siglos, no se da dentro de las élites, sino entre dos modelos de orden social
Los dos países que caben dentro del Perú ya no
pueden coexistir sin enfrentarse. El país formal intenta reafirmar su autoridad
institucional; el país informal exige reconocimiento y poder. La fractura no es
un caos: es la expresión de un país donde dos proyectos de nación compiten sin
que ninguno pueda imponerse por completo.
El Perú no está dividido: está en disputa.
Y esa disputa, por primera vez en siglos, no se da dentro de las élites, sino
entre dos modelos de orden social
Es bueno hacer notar que este problema está
profundamente estudiado por los políticos, por los politólogos, los sociólogos y
demás profesiones afines, quienes dan diversas respuestas parciales que no
parecen ser soluciones efectivas.
Los que hemos tenido un pasaje por la política
alguna vez, vemos que las fórmulas viejas ya no son aplicables y nadie propone
otras nuevas que generen optimismo.
Silvio Dragunsky
silviodragunsky.blogspot.com
Lima, 25/11/2025
excelente artículo, una mirada clara y directa de nuestro querido Perú.
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